septiembre 17, 2009

Quiero empezar este blog con una cita del libro Ciudades del mañana. Historia del urbanismo en el siglo XX de Peter Hall.

Deliberadamente no he tratado de esconder mis prejuicios: creo que los padres anarquistas [del urbanismo], aunque poco realistas e incoherentes, tuvieron una magnífica visión de las posibilidades de la civilización urbana, lo cual es digno de ser recordado y celebrado; en contraposición, Le Corbusier, el Rasputín de esta historia, representa el urbanismo autoritario, cuyas malas consecuencias están siempre con nosotros. El lector puede no estar de acuerdo con estas afirmaciones, por lo menos con la desmesura con la que aquí se mantienen; debo decir que no he escrito este libro con la idea de mantener un cómodo concenso.


No negaré que siento una atracción, a veces evidente, a veces no, por aquellos que se oponen a un concenso intelectual o "gremial", refutando lo que todos deberíamos aceptar sumisamente (como por gracia divina). Quizás en otros lugares estas palabras de Hall sean vistas como una crítica más al urbanismo del Movimiento Moderno, pero para mí significa un poco más:

Desde el principio, algunos nos sentimos incómodos con la escuela. Unos sospechaban con qué se encontrarían, otros no, al entrar a una facultad que en otro tiempo fue importantísima en el que hacer arquitectónico colombiano. Hoy, tristemente, la escuela sufre de los mismo males que la Universidad entera: burocracia, desprestigio y una crisis de "identidad institucional" que se manifiesta en la falta de claridad de su papel en el desarrollo del país.

Hijos de un tiempo en el que no hay lugar para la "Revolución", en la que los hechos mundiales y nacionales nos dejaron apenas borrosos recuerdos de propuestas políticas alternativas; en la que todo es tan relativo que nos parece imposible creer en algo cuando confrontamos las convicciones ideológicas de nuestros padres con la apatía total de la generación siguiente (la de nuestros primos o hermanos mayores) criados obedientes por la televisión y quedamos atónitos. No somos ni una cosa ni la otra.

En esta época estudiamos en la Universidad Nacional: si bien en otro tiempo fue semillero de propuestas de modernización del país, cuna de pensadores, lugar de agitación política y social, centro de la vida intelectual nacional, hoy en día es otra cosa. Cargamos cotidiana e involutariamente con los vestigios de su historia. Movimientos políticos, actitudes éticas, desafíos morales y hechos que durante años construyeron su imagen y su esencia. Observamos escépticos y con desgano cuando a unos cuantos les da por tratar de revivir la historia o conservar la tradición y encubiertos se enfrentan con la policía, como si se tratara de un ritual del que olvidamos el mito. Soportamos apáticos y callados los comentarios burlones con los que nos etiquetan, ¿para qué combatir el imaginario popular? Pero en el fondo duele un poco.

Pues esta misma sumisión es la que parece prevalecer en la escuela de arquitectura. Algunos escuchamos lo que nos dicen con una duda constante y la inicial intuición que tuvimos va tomando forma: nos muestran un panorama incompleto. Desaforadamente buscamos otros ejemplos, otros puntos de vista, teorías alternas a las que escuchamos profesar diariamente en las clases, y lentamente vamos completando vacíos y haciendo nítidas nuestras críticas. Sin embargo una profunda timidez nos domina. Tendrá algo que ver con la sensación que tuvimos desde un principio al enfrentarnos a una disciplina desconocida e invisible aunque omnipresente: que nada sabemos. Tenemos ganas de gritar, de proponer cosas absurdas, de llevar la contraria, pero todos nuestros gestos son medidos, de una prudencia imbécil.

Tuve la fortuna de estudiar en un colegio que basaba la enseñanza en la discusión. Desaparecidas las jerarquías, planteabamos los problemas con naturalidad, argumentando, criticando, haciendo y deshaciendo sin miedo. Ahora, en la escuela, extraño terriblemente la discusión. Si el que se atreviera a contradecir fuera criticado o castigado sería ya triste, pero lo más angustiante es que ni siquiera parece haber posibilidades, espacios para ello. Los que opinan distinto simplemente salen (hablo de los maestros) o son mirados con escepticismo e incredulidad, como "bichos raros". Y uno termina en una carrera contra el tiempo y contra la academia, reventado por estudiar el doble para poder comprobar sus intuiciones y refutar algo en esa aparente verdad absoluta, rogando para que lo pongan a escribir una palabra con contenido crítico y no simplemente informativo y repetitivo.

Cansada de esta diatriba, grito afónico, seguiré leyendo a Peter Hall.





 
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